Tiendo la colada cigarrillo en boca desde que Carmela se quedó embarazada, y dictaminó que había llegado la hora de que el zángano de su marido, hiciera algo más productivo en casa que leer y pasar sus horas, según ella muertas, contemplando el techo que se nos cae encima. “Hacer algo”, dice, como si fuera sencillo compaginar estas nuevas tareas con la de soportarla… Estamos de cambios para recibir al nuevo inquilino; mi despacho pasará a ser el dormitorio del bebé, y el trastero pasará a ser mi despacho. Así de fácil es tomar decisiones para mi Carmela cuando se trata de joderme… Eso sí, el cuarto de la plancha es intocable, como ella. Y no es el carácter lo único avinagrado en ella, no, al lado de mi Carmela, la bruja encorvada y decrépita de “La linda maestra” de Goya, es todo frescura y belleza… y es que a mi mujer de pelo suave y mirada líquida le sucedió lo mismo que al patito feo, pero a la inversa; pienso que de cría le narraban mal el cuento…
Al acostarme cada noche, cierro mis ojos hastiados de mirarla, y atiendo a sus “buenas noches”, a las de aquella Carmela, desdibujada por el tiempo sádico en mis recuerdos de adolescente ingenuo… Y aunque pueda parecerles ridículo, son esas fantasías noctámbulas, las que me ayudan desde las sombras a levantarme cada mañana; haciéndome creer que aquella Carmela que fue, continua durmiendo a mi lado cada noche; la joven que hace tres décadas me inyectara una sobredosis de ganas de vivir; sobredosis de la que aún circula algún miligramo escurridizo por mis chupópteras venas… Miligramo del que supongo, saco las fuerzas para ser padre, padre del descendiente de una mujer que ni siquiera es capaz de mantenerme la mirada, pero a la que estoy condenado a amar, y sin la que, sospecho, no sería capaz de sobrevivir… ¿No es maravilloso? Si es niña… Si nace guapa y sonriente, temeré que le suceda lo mismo que a su madre; y si es fea le narraré bien el cuento, a ver si hay suerte y burlamos a los genes del abogaducho ese de mierda que vive en el tercero.